
Puede que el lector considere que es toda una locura insinuar que la vergüenza puede tener bajo circunstancia alguna, un poder siquiera cercano a la reparación.
La Biblia dice en Salmos 32: 1-6: Bienaventurado aquel cuya transgresión ha sido perdonada, y cubierto su pecado. Bienaventurado el hombre a quien Jehová no culpa de iniquidad, y en cuyo espíritu no hay engaño. Mientras callé, se envejecieron mis huesos en mi gemir todo el día. Porque de día y de noche se agravó sobre mí tu mano; Se volvió mi verdor en sequedades de verano. Mi pecado te declaré, y no encubrí mi iniquidad. Dije: Confesaré mis transgresiones a Jehová; Y tú perdonaste la maldad de mi pecado.
Resulta bastante violento cuando somos descubiertos en medio del acto de pecado, somos incapaces de levantar el rostro y cabizbajos esquivamos las iradas acusadoras y los dedos señaladores de quienes son tan pecadores como nosotros, solo que más discretamente.
Pero para que haya perdón de pecados, debe haber admisión del mismo, cosa que rara y difícilmente ocurre sin algún elemento externo que confronte nuestro mal proceder. El inconveniente es que cuando el pecado da a luz en nuestra vida, hace tiempo que ha transcurrido una lucha entre la carne y el espíritu, en la que obviamente el espíritu ha quedado agotado y sin fuerzas, por lo somos prácticamente inmunes al efecto de convencimiento del Espíritu Santo.
Y seamos sinceros, cada vez que practicamos el pecado y sentimos que nos salimos con la nuestra, que no hay consecuencia inmediata, alimentamos el viejo hombre, nuestra naturaleza caída, en cada encuentro con la concupiscencia que lentamente nos cautiva, va adquiriendo valor, aquel a quien creímos haber enterrado.
Y tras muchos intentos de amor del Consolador, una última carta es jugada a tu favor, la exposición, esa que producirá vergüenza ante los hombres y que es capaz de despertarnos del letargo que nos ha impuesto el pecado que nos arropaba.
La venda se cae, las consecuencias que parecían no llegar, de repente se aglomeran a tu puerta, como los ojos espirituales están vendados, Dios te llama la atención de una forma que tus sentidos seculares serán capaces de sentir.
Y en el momento parece que no saldrás de esta, todos los que se supone que debían estar a tu lado para restaurarte, se apartan dejándote a merced de muchos miradas furtivas, que duelen, que arañan tu piel ya destruida.
Pero cuando forzadamente reaccionas, si lo tomas por el lado bueno, que estoy segura de que no percibes en medio de la marea, si te sobrepones, admitirás haber fallado y tu pecado será perdonado por tu Creador, puede que los humanos tarden mas en hacerlo, pero tarde o temprano, la paz que transmitirás, la libertad que te embargará, convencerá a los demás de que has cambiado.
Y créeme, es mucho más agotador tener que fingir a diario, que la agonía temporal de la vergüenza de haber sido expuesto.
Muchos de aquellos que te juzgan solo tienen la aparente dicha, de aun guardar para ellos sus cadenas. Pero aun cargarán con la cruz todos los días, de su martirizante y cada vez más fulminante y discreto pecado. Y si nunca son expuestos, hay una consecuencia peor que la vergüenza, a veces solo pasan por alto el momento, sin reconocer que en algún punto de sus vidas estaban perdido y entonces lucharan con la culpa, sin ser capaces de personarse a sí mismos, porque no han sido beneficiados con el perdón de Dios, porque aun siguen desconectados de la intimidad con su Señor. Y como Pablo, un aguijón que arrastrará consecuencias, no tan temporales, como la vergüenza de la exposición, sino eternas y quiera Dios que no perpetuas.
La oración se volverá pesada y probablemente no serán capaces de reconocer el problema, ha pasado tanto tiempo que ya ni se acuerdan. Pero las cadenas, aunque invisible, son cada día mas pesadas.
Así que, si, esa vergüenza que sientes puede ser reparadora, deja de lamentarte y aprovecha la oportunidad que tienes de liberarte, ¡levántate y no peques más!